Capítulo 23: Hasta que se seque el Malecón.

 Aunque realmente vivía en unas vacaciones continuas, llegaron mis verdades vacaciones. Era verano y me iba a Cuba con mis amigos, Auro, Carmen y Dani. Qatar Airways no volaba hasta Cuba, pero yo tenía descuentos con muchísimas aerolíneas así que me cogí un ticket descuento con Air Europa. Ellos tuvieron que pagar su ticket de vuelo normal, ¡pringados! Cuando llegué al aeropuerto resultó que mi vuelo estaba completo y no tenía la opción de volar con el descuento. A veces menos es más. Sin más remedio, me acerqué al mostrador de Air Europa y les dije que me vendieran el primer vuelo disponible a La Habana, así sin más, como en las películas. Obviamente al final pagué el doble de lo que habían pagado mis amigos, ¿quién es la pringada ahora? 

Varadero, primera parada. Empezamos el viaje como ricachones (en realidad, yo lo empecé así ya en el aeropuerto), pillamos un hotel con todo incluido a pie de playa. Hotel, piscina, mojitos, playa y buffet libre. Sonaba mejor de lo que en realidad fue. Los hoteles lujosos en países pobres dejan mucho que desear y este fue el caso de nuestro hotel. No es que fuese un desastre, pero no cubrió la expectativas, sobre todo el buffet. Lo único que nos gustó era su especialidad, arroz con habichuelas. Y comimos arroz con habichuelas para desayunar, almorzar, cenar y para desayunar, almorzar y cenar otra vez. Habíamos leído que casi todo el mundo se intoxicaba con la comida o el agua en Cuba. Yo fui la primera en caer, al segundo día ya estaba echando el arroz con habichuelas hasta por las orejas. 

Varadero es un destino popular para los turistas por las playas y la fiesta, pero la verdad es que a mí me decepcionó bastante. No llegué a disfrutar tanto como me había imaginado, ni las playas ni la fiesta eran lo que me esperaba. Lo que sí me encantó y disfruté muchísimo fue la excursión que hicimos desde allí a Cayo Blanco. En el trayecto en Catamarán hasta la isla, la intoxicación alimentaria de Auro y Carmen salió a relucir. Un poquito de vómito por aquí y un poquito de diarrea por allá. Se les hizo el viaje más largo que a Ulises. Al fin llegamos a Cayo Blanco y era exactamente tal y como me lo había imaginado, una isla desierta con una playa preciosa de arena blanca y fina, el agua transparente y muchas palmeras. Ahora sí podíamos decir que estábamos en el Caribe. 

                       Cayo Blanco


Viñales, segunda parada. Aunque nos costó más de una pelea conseguir nuestros billetes de autobús, al final conseguimos llegar a Viñales, donde las expectivas-realidad fueron todo lo contrario que en Varadero. Mis expectativas eran prácticamente inexistentes y me atrevería a decir que fue lo que más me gustó del viaje. Era un pueblecito de interior, con casitas de colores y mucha naturaleza. Hicimos una excursión a caballo por la montaña, el paisaje era espectacular. Aprendimos a hacer puros y nos los fumamos después. También aprendimos cómo hacían el café, pero eso no nos lo pudimos beber después. Compramos café natural en polvo, o eso creíamos. La verdad es que pagamos diez euros cada uno por un bote con dos puñados de tierra. Empezaban los timos, para variar. 

Era hora de irnos al próximo destino y había que buscar medio de transporte, no había autobuses así que nos pusimos a buscar un taxi. Mientras buscábamos, vimos literalmente cómo un cubano se quedó con la puerta de su coche en la mano al tirar de la manivela para abrirla. Los coches cubanos son muy antiguos y aunque la mayoría tiene motores nuevos, la tapicería es del siglo pasado. A ver de quién nos fiábamos ahora para que nos llevara en su coche y no se cayese a trozos en el camino. Lo mejor que pudimos encontrar fue un coche con un maletero pequeño en el que no cabían nuestras cuatro maletas. Pito pito gorgori-Camen, te ha tocado, tu maleta a la baca del coche y sin ninguna sujeción. Al menos el conductor se preocupaba y cada cierto tiempo paraba el coche y le preguntaba a la gente de fuera si llevaba una maleta en el techo del coche o no. ¡Qué apañado el muchacho! 

                                       Viñales


Santa Lucía, tercera parada. Llegamos sanos y salvos, y la maleta de Carmen también. Santa Lucía era un pueblecito en el que estábamos solamente una noche de paso para ir a Cayo Jutías. Como en Cuba hay menos Internet que debajo del mar, nuestro plan de aquella noche fue ir a la plaza del pueblo a pillar WiFi. Para conseguir Internet en el móvil, teníamos que comprar primero unas tarjetas con un código y luego encontrar algún sitio con WiFi para conectarnos. La duración de la conexión con aquellas tarjetas era de una hora. Imagino que habrá pocos influencers en Cuba. 

A la mañana siguiente tomamos rumbo a Cayo Jutías, otra playa paradisíaca. Para el trayecto, la dueña de la casa donde nos alojamos nos consiguió un coche y conductor, su tatarabuelo. Hicimos más de una hora de camino en un coche sin puertas, sin cinturones, sin airbag y quizás sin frenos y con un conductor con más años que Matusalén. Quizás la edad fue lo que nos salvó, imagino que hacen falta muchos años de experiencia para poder saber conducir esa tartana. A decir verdad, recuerdo mejor el coche y el trayecto que la playa en sí, aunque sé que me gustó mucho. 

                                La tartana


La Habana, cuarta y última parada. Con el calor tan sofocante y pegagojoso que hacía, no había mejor manera de empezar a hacer turismo que en la Bodeguita del Medio, famosa por sus mojitos preparados con el ron Havana Club. Visitamos el Capitolio, el museo y la plaza de la Revolución, el paseo de Martí, el casco antiguo, una fábrica de puros, paseamos por el Malecón y por supuesto que no podía faltar nuestro paseo en un coche descapotable. 

                           La Habana


Aparte de hacer turismo también intentamos adentranos algo más en la cultura charlando con algunos locales. No pude evitar reírme al escuchar ese acento tan característico que tienen en el que cambian la R por L. La risa me duró hasta que empezamos a entender un poco toda la incertidumbre, pobreza, tristeza y opresión  que ocultan bajo esa imagen de extroversión y gracia. 

Entre charla y charla topamos con el siguiente estafador del viaje. Carmen quería comprar un souvenir de puros y se lo comentó al chico. ¡Ven colmigo mi amol, yo te llevo a compral al mejol sitio! Entre los mojitos y que no estaba muy espabilada, Carmen accedió y acabó comprando puros en las mil viviendas de La Habana por un precio mayor del que los vendían en el aeropuerto. Teniendo en cuenta que el café que compramos al final resultó ser tierra, no quiero ni pensar de qué estaban hechos aquellos puros. 

La verdad es que las estafas no me molestaban tanto en Cuba como en otros países. Estaba claro que algo tenían que tramar para intentar sacar dinero de algún sitio. Que se lo digan a Dani, que le robaron hasta las chanclas en la playa. La pobreza y la ruina estaban palpables en cada esquina. Los edificios estaban derruidos, había muy pocos recursos, el Internet y el transporte público brillaban por su ausencia y básicamente no había tiendas o supermercados y si las había, estaban prácticamente vacíos. Estas experiencias son las que me hacen sentirme inmensamente afortunada de haber nacido en un país como España. Cosas del azar, uno nace en un lugar donde tiene que estafar para sobrevivir y otro nace en un lugar que le da la posibilidad de permitirse ser estafado. 

En definitiva, tengo que confesar que en general Cuba me decepcionó un poco. No sé si será porque puse las expectativas muy altas o quizás tiene que ver con el hecho de que para entonces ya había estado en muchísimos sitios y cada vez resultaba más difícil impresionarme. De cualquier modo, aunque el destino no fuese lo esperado, fue un viaje inolvidable lleno de anécdotas y muchas risas y todo gracias a la compañía correcta. A veces no es el dónde sino el con quién. 

                     Auro, Dani, Carmen y Yulia.











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