Capítulo 13: Elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un sólo día de tu vida.

Todavía no me gustaba QROC, odiaba el taconeo uniforme, los moños repeinados, las cabezas engominadas y las caras largas. Odiaba el ambiente tenso que se respiraba allí y el briefing. Pero una vez en el avión, la cosa cambiaba... ¡Adoraba mi trabajo!

Había ido cogiendo más y más experiencia y todo lo que al principio me parecía un mundo, ahora lo hacía sin pensar, de manera automática. Entraba en el avión, me quitaba la chaqueta del uniforme, preparaba la chaqueta del servicio y los zapatos planos, para después del despegue. Revisaba mi asiento y el cinturón de seguridad. Usaba el megáfono y el teléfono de mi asiento para confirmar que funcionaban correctamente. Hacía el chequeo de mi puerta para asegurarme de que estaba desarmada (en caso de abrirla, la rampa no se inflaría). Más tarde, cuando todos los pasajeros estaban a bordo y las puertas se cerraban, la armábamos, para que la rampa se inflase en caso de emergencia. Comprobaba que las botellas de oxígeno, chalecos salvavidas, extintores, botiquín de primeros auxilios, luces de emergencia, y otros tantos, estaban en perfectas condiciones para su uso. Hacía el chequeo de seguridad en mi zona. Todo en orden.

Después de las medidas de seguridad, colocábamos las mantas y auriculares en los asientos, preparábamos los juguetes para los niños y toallitas refrescantes. En los baños, colocábamos los ambientadores, las cubiertas del váter y el papel higiénico con un acabado en forma de triángulo. Y, si había tiempo, ayudábamos al responsable de la cocina, o "galley operator", a preparar todas las cosas para el servicio. Cada azafato tenía una posición que cubría una zona y una responsabilidad correspondientes y, en cada vuelo cambiaban, así que a veces yo también era la galley operator. Esa posición sí que me costó algo más de tiempo manejarla bien, pero una vez que lo hice, era de mis favoritas. Los galley operators no tenían que estar en la cabina durante el embarque y desembarque de pasajeros, que era lo que menos me gustaba.

Tras todos los preparativos "pre-flight", empezábamos el embarque de pasajeros. Yo siempre los recibía con una sonrisa de oreja a oreja y sacando toda mi simpatía a relucir. Una muy buena primera impresión lo era todo. Si más tarde la cagaba de alguna manera, era mucho más fácil solucionarlo si el pasajero te recordaba como la azafata amable y risueña del embarque. Doy fé de que funcionaba. Después del incidente con el señor Rachid, jamás recibí una queja en los más de dos años que fui azafata. Ni siquiera cuando derramé aquel vaso de vino tinto encima de un pasajero con camisa blanca, ni cuando volqué una bandeja de vasos de agua encima de otro, ni cuando me olvidé de servir a toda una familia, tampoco cuando al abrir el compartimento, una maleta le cayó en la cabeza a aquel chico o cuando encerré sin querer a una abuelita en el baño.

Nunca tuve que ir a la oficina a reunirme con mi manager para dar explicaciones y, ni siquiera recibí un email de reclamaciones. Sahar, sin embargo, tenía cita en la oficina bastante a menudo. Tenía esa personalidad fuerte característica de los árabes. Educaba a los pasajeros y eso, verdaderamente a ellos no les gustaba. No les servía hasta asegurarse de que le habían dicho por favor o gracias. Dame agua, le decían. Creo que le falta decir algo más, señora. Dame agua, por favor. Ahora sí, tome su agua. Sonrisa. Cuando no tiraban de la cisterna en el baño, ella se encargaba de enseñarlos a hacerlo y también cuando le dejaban la bandeja de la comida en el suelo. A Sahar tampoco le gustaba cuando los pasajeros se las daban de listillos. Más lista era ella. No puedo poner la maleta en el compartimento, ayúdame. Uy, señor, no puedo con ella, parece que pesa más de los 7kg establecidos, llamaré para que se la facturen en el cargo del avión. No, da igual, ya puedo subirla yo. Sonrisa. Ella no tenía la técnica de la ultra simpatía para esquivar los problemas como yo, pero tenía su propia estratagema, la de negarlo todo. En Qatar Airways siempre había que mentir, si admitías el error, estabas perdido. La sinceridad era para otros.

Aparte de ser simpática, también tenía que mostrarme muy segura de mí misma en todo momento. Si esto lo hubiese sabido antes, el señor Rachid no se me habría subido al lomo como lo hizo aquella vez. Pero en la Torre 1 me habían enseñado que los pasajeros eran dioses y por aquel entonces no sabía que eso era mentira. Tenía que asegurarme de que los pasajeros no confundiesen el concepto de azafata de una aerolínea de 5 estrellas con criada o sumisa. Señor, ponga el asiento hacia arriba. Por favor, ponga el asiento hacia arriba, vamos a despegar. Señor, debe usted poner el asiento hacia arriba para dejar el espacio suficiente para poder evacuar el avión en caso de una emergencia en el despegue. Señor, o pone el asiento hacia arriba o llamo a seguridad y se baja del avión ahora mismo. Gracias, señor. Sonrisa. También tenía que mostrar seguridad cuando había turbulencias. Aunque estuviese asustada, no podía manifestarlo, tenía que mostrar que todo estaba bajo control. Y, no sólo ante los pasajeros, ante los compañeros y supervisores también había que parecer seguro de sí mismo, si no, te comían.

También hacía de manera automática el servicio. Buenos días señora, ¿ha mirado la carta? ¿Sabe lo que le gustaría tomar? Sí, la ternera. Aquí tiene su ternera con verduras. ¿Qué le gustaría beber? Vino blanco. Perfecto, nuestro vino blanco hoy es Chardonnay, de Sudáfrica de 2017. ¿Le gustaría tomar algo más? No, gracias. Que aproveche. Sonrisa. Siguiente pasajero. Buenos días señor, ¿ha mirado la carta? ¿Sabe lo que le gustaría tomar?... Y así con 36 pasajeros, el número de bandejas de comida que cabían por carrito. Y luego vuelta a recoger las bandejas y a servir café y té. ¿Ha terminado, señora? ¿Puedo retirarle la bandeja? ¿Le gustaría tomar café o té? ¿Quiere azúcar y/o leche? ¿Le gustaría tomar brandy o baileys? Y así, de nuevo, 36 veces. ¡Normal que lo tuviese automatizado!

Después del servicio, si el tiempo lo permitía, nos tocaba comer a nosotros. Al principio siempre comía las cacerolas del avión, me encantaban, después de un tiempo, las odiaba, así que me llevaba mi propia comida. Era nuestro momento de reunión. Aunque en cada vuelo tuviese compañeros nuevos, siempre teníamos conversaciones idénticas. ¿Qué vuelos tienes este mes? ¿Qué vas a hacer cuando lleguemos al destino? ¡Oh, qué sano comes! Me encanta tu pintalabios, ¿cuál es? Yulia, enséñame a decir algo en español. ¿Sabes a quién te pareces? Eres igualita a la actriz Karla Souza de "Cómo defender a un asesino". También cotilleábamos. Como cada día eran compañeros nuevos, acabábamos conociéndonos todos y aquello parecía más bien una reunión de vecinas cotillas. La mayoría compartía su vida privada allí y más de una vez, dos azafatas acabaron descubriendo que tenían el mismo novio.

No sólo hablábamos de lo mismo sino que también hacíamos las mismas cosas. Casi todas las chicas usábamos las mismas cremas y maquillaje. Siempre llevábamos desinfectante de manos y cura cutículas en el bolso. También usábamos unos botecillos pequeños de vicks vaporub, y no cualquiera, unos que comprábamos en Tailandia. Yo ni siquiera sé porqué hacía aquello, supongo que porque todas lo hacían. También hablábamos de la misma manera, había ciertas frases que siempre decíamos en árabe como inshallah (si Dios quiere), halas (se acabó) y maa salama (adiós). Incluso usábamos palabras y frases supuestamente en inglés aunque estuviesen mal construidas gramaticalmente o ni siquiera existiesen. ¡Qué daño le estaba haciendo a mi inglés! Habíamos formado como una especie de comunidad que compartía las mismas costumbres y lengua.

Creo que siempre se me ha dado bien analizar la personalidad de la gente y eso tenía mucha utilidad en mi trabajo. Casi siempre sabía cómo actuar con cada pasajero y cómo agradarlos. A los rusos, con vodka y zumo de tomate. A los árabes, respetando su espacio. A los filipinos, soltándole tres frases en tagalo. A los indios, dándole extra atención. A los chinos, ofreciéndole agua caliente. También sabía cuándo podía bromear y cuando no. A los árabes, mejor no hacerlo. A los indios, sí se podía pero no con un humor irónico como el mío, más bien con un humor como el que les gusta a las personas mayores, como el de Juan y Medio, por ejemplo. Mi humor irónico lo podia usar con europeos, australianos y americanos. Aunque no sólo me guiaba por la nacionalidad, tenía que tratar a cada pasajero en particular para poder sacar de mi base de datos la actitud adecuada.

Normalmente soy paciente y comprensiva, otros puntos fuertes para aquel trabajo. Al menos, desde mi punto de vista, porque tratas con personas de todo el mundo y es muy fácil caer en malentendidos. Yo pasaba de todo, literalmente. Había numerosas situaciones que me parecían injustas o unos sinsentido pero yo me tragaba mi orgullo y asentía. Prefería aguantarme las ganas de matar a alguien por unos minutos y asegurarme el estar fuera de problemas. Al fin y al cabo, no iba a volver a ver a esas personas e iba a poder disfrutar de mi nuevo destino sin ningún remordimiento e inquietud. Esa era una de las cosas que me encantaba del trabajo de azafata. Acababa el turno y me olvidaba por completo del trabajo hasta el siguiente turno. Nada de corregir exámenes, preparar clases o llamar a los padres del alumno rebelde.

Eso sí, el turno no acababa en el aterrizaje. Una vez que los pasajeros desembarcaban, teníamos que recoger todas las mantas y auriculares y reponer los artículos en los baños, cosa que siempre pensé que sería trabajo de los limpiadores. Antes de salir del avión, nos asegurábamos de estar impecables, retoque de maquillaje y moño y gorrito bien centrado en la cabeza. Fuera del avión, teníamos que seguir comportándonos de 5 estrellas, íbamos representando a la aerolínea y debíamos estar a la altura. Al caminar por el aeropuerto, la gente se detenía a mirarnos y nos echaban fotos. Parecíamos modelos por la pasarela. Y, a decir verdad, me encantaba. Me sentía orgullosa de trabajar para Qatar Airways. 

El trabajo de azafata me hacía sentirme completa. Tenía prácticamente todo bajo control. Era un trabajo muy fácil, o al menos, para alguien con mi personalidad. Aunque era muy cansado y muy exigente físicamente, no me desgastaba mentalmente. Me ofrecía todo lo que por aquel tiempo buscaba para ser feliz: falta de rutina, conocer a gente nueva, culturas distintas, viajar y, sobre todo, conocerme a mí misma.

Yulia enamorada de su trabajo. 




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